¿Somos dueños de nuestro destino?
Es evidente que para los griegos no. A diferencia de los ingleses, en Grecia,
la voluntad humana se encontraba supeditada a los oráculos y en ocasiones a la
voluntad de los dioses, porque incluso ellos, no encuentran motivaciones
propias para sus actos. Apolo no puede salvar a Héctor en su lucha con Aquiles.
Ni siquiera Zeus quien reina en el Olimpo consigue todos sus propósitos y
recurre a la balanza cuando debe tomar una decisión significativa.
En la Iliada se
plantea el rol del hombre en el cosmos y su interrelación con los dioses
(Gutierrez, 2015). Aquí una primera paradoja, un cosmos donde el ser humano es
desprovisto de su voluntad, a veces de modo consciente y en otras,
inconsciente, como un Ello que impulsa al Yo, pero que desconoce sus
contenidos. Es la palabra sin representación. Un proceso primario o un inconsciente
lacaniano. Un verdadero caos puesto que un cosmos donde el hombre no es dueño
de su destino carece de sentido. Y una segunda paradoja se orienta al destino
trágico planteado por los dioses, que parecen deleitarse con el sufrimiento
humano, por ejemplo, durante la muerte de Patroclo, cuando Apolo “Se le puso
detrás y golpeando con la mano abierta sus espaldas y anchos hombros, turbole
los ojos”, o cuando Atenea engaña a Héctor para que enfrente a Aquiles, y se
hace pasar por Deífobo. Las palabras de Héctor reflejan el destino funesto
preparado para él con claridad:
“Ay!
Sin duda a la muerte me llaman los dioses eternos.
Yo supuse que el
héroe Deífobo estaba conmigo,
Pero está tras
el muro y Atena ha forjado un engaño”.
En
ambos casos, los hombres quedan indefensos, sin poder hacer nada, ni siquiera
tienen derecho al azar porque su destino está marcado por la muerte. Tampoco la
búsqueda del honor, tan valorado por la cultura griega, los salva. Resulta
curioso que en una sociedad donde el honor está ligado a la acción, no le sirva
de modo en particular, es decir, su muerte es un ejemplo para los demás, pero
no para él mismo. Esto podría afirmarse como una tercera paradoja, en un poema épico como la Iliada orientado desde
una perspectiva determinista, ya superada en la actualidad por un gran número
de disciplinas por el término factores de riesgo, pero a pesar de ello, el
poema conmueve y eleva el mito a su categoría máxima y le otorga un valor
literario universal que permanece vigente.
En
cambio, “En la balada del viejo marinero”, también el hombre se ve enfrentado a
un destino marcado por la naturaleza, pero a diferencia del poema homérico, es
un destino que él mismo provoca al dar muerte al albatros, que representa a la
naturaleza, hecho que desencadena una serie de sucesos dramáticos. Esta es la
diferencia crucial entre ambos poemas, mientras que en la Iliada los hombres no
son dueños de su destino, en el poema de Coleridge, si bien, el hombre no es
capaz de controlar los sucesos trágicos, es responsable de ellos al originar su
destino, es decir, la posibilidad de elección existe, y al tomar la decisión
equivocada, la ley del talión se impone. Y es una ley que en Coleridge aparece
representada por la muerte. Una muerte de carácter femenino que decide el
destino de los hombres a través de un juego de dados ante la mirada impotente
del marinero:
“y a los dados
jugaban las mujeres.
¡Acabó el juego
ya, y es mía la partida!
dijo una, y
silbó por tres veces ”.
La
angustia y la soledad ligadas a la muerte lo desbordan, queda a merced de
ellos, y solo la defensa como un fantasma figurado puede imaginar un alivio
posible, como una ensoñación las serpientes marinas ayudaran a reconciliar al
marino con la naturaleza. Sin embargo, en este aspecto se encuentra otra
diferencia con la tragedia griega, mientras que en la Iliada el heroísmo unido
al honor marca la pauta de los personajes que aceptan con valor su destino por
trágico que sea, en Coleridge, el marinero se angustia, es un sufrimiento que
lo lleva a la desesperanza, a desear huir:
“Tal
maldición yo vi siete días y siete
Noches, mas sin
morirme”.
Esta
angustia surge porque en un inicio el marinero no acepta su destino, absorbido
por una encrucijada como complejo, sus deseos por un lado, su moral en la
contraparte, y él mismo en medio sin saber cómo reaccionar ante un destino que
solo es una consecuencia de sus actos.
Se muestra una actitud carente de honor, ni heroísmo. Solo al final, la
reflexión, el acceso al sí mismo, y por consiguiente su compromiso con la
naturaleza, le permite admitir su culpa y plasmarla a través de la confesión.