jueves, 23 de abril de 2020

CÓMO LLEGAR A SER UN TERMINATOR

             Cuento publicado en mi libro: "Otro más que muerde el polvo" por Intermezzotropical.


Papá parecía no querer a mamá. Jamás la vi darle un beso, ni siquiera una palmada en el hombro. Aunque en realidad, papá parecía no querer a nadie de nuestra familia, porque a sus hermanos y sobrinos, los adoraba. Papá conducía un Toyota verde del 96, hacía taxi y era capaz de llevarlos hasta el fin del mundo si se lo pedían. En cambio, a nosotros no nos llevaba ni a la esquina. Ni siquiera se movió cuando mi hermano Ismael se murió. Apenas tenía cuatro años y era fanático de Cars. Había visto la película unas ochenta veces. Para mí que no la entendía del todo, pero igual se mataba de risa con los choques. Eran sus escenas preferidas. Miraba fascinado cuando los autos volaban unos sobre otros y terminaban despatarrados sobre la pista de carreras. Mamá y yo lo veíamos contento y nos reíamos con él. A veces llegaba mi padre y arruinaba todo. “De nuevo, con esa cojudez”. Ismael lo ignoraba, o quizá no sabía el significado de la palabra cojudez porque seguía concentrado en la pantalla. Mamá caminaba hacia la cocina y yo miraba a papá con ira.

Sucedió muy rápido. El tiempo a veces es ingrato y solo avanza. No existen las pausas. Un día Ismael jugaba con sus bloques de colores en la sala, y al otro, ya no estaba. Claro, nadie podía adivinar que sus simples estornudos terminarían en una pulmonía. Estaba resfriado y en un descuido se comió un helado. El mío. Cuando lo descubrí, sonreía con su boca manchada de crema por su travesura. En la noche, volaba en fiebre. Mi madre salió corriendo a emergencia con mi hermano en brazos. Mi padre ni se movió, siguió echado en la cama durmiendo. ¿Y el auto? En el garaje. Mamá no sabía conducir, sino lo habría hecho. El viejo no quiso enseñarle. Cuando le pregunté a papá por qué no los llevaba, me miró con cara de pocos amigos y ordenó que me callara. Jamás imaginé que no volvería a ver a mi hermano. Creo que mi padre tampoco, porque a los diez minutos, lo escuché hablar por teléfono. Susurraba. Luego, se cambió el pijama, salió oliendo a perfume del baño y se largó. Creo que la mujer se llamaba Nilda. La odiaba con todas mis fuerzas, pero detestaba más a mi padre. Ismael murió esa misma noche, aunque yo recién me enteré a la mañana siguiente cuando mamá regresó a casa. Tenía una cara zombie, seguro por la mala noche.

Era un día luminoso. Luz solar sin bochorno. Algo raro en la capital. Encontré a mi madre sentada con las piernas juntas en una silla de la cocina, parecía tener mil años. Sorprendida, triste, pareció titubear, luego preguntó por papá. “No está”, le dije. “Creo que salió a trabajar”. Ella me miró, sus ojos hablaron, sabía que mentía. Papá apenas trabajaba. Todos los días, salía temprano con el pretexto del taxi, porque en realidad era una excusa. Mamá aguantaba y yo no sabía qué carajo hacer. Quizá ella tampoco, y por eso, todo seguía igual. Papá se largaba a tomar desayuno con la tal Nilda, y después se dedicaba a perder el tiempo conversando con sus amigos que llevaban encargos en el mercado de flores. Si por el camino, le salía algún pasajero, cumplía con el servicio y listo. Era todo su trabajo. Así nos metía el dedo a todos. Ya conocía su discurso de cada noche cuando dejaba unos cuantos billetes sobre la mesa. “Con esta crisis, ya casi nadie toma taxi”. Después, colocaba su cd de Los Panchos y preguntaba si había periódico. Si existe gente conchuda, mi padre debió ser el rey de todos, y mi madre, bien gracias. Como si cayera la lluvia y no se mojara. ¿Cómo fue que se casaron? Siempre fue un misterio para mí.

-¿Y mi hermano?
-Se murió.

¿Qué? No jodas, ma. No se lo dije, claro. Solo lo pensé. Hasta el día de hoy me lo pregunto: ¿cómo pudo ser tan fría con tremenda noticia? Parecía un cubo de hielo. Un robot. Y lo que dijo después, me sorprendió aún más: “Alístate para el colegio”. Entonces comprendí, no quería que la viera llorar. Su rostro colorado, sus puños apretados. Cogí mi mochila y salí rápido. Muy rápido.

 Mi padre dijo que fue su culpa, un descuido de mamá. Al principio, ella no dijo nada, solo lo miraba fijo. Una mirada de polo norte. Ni siquiera ese día los vi apoyarse. Ni un solo abrazo. Solo gritos por toda la casa. ¿Por qué aguantaba tanto, mamá? No lo sabía. Cuando llegaron los abuelos al velorio, la mirada de mamá cambió. Pasó de una mirada de congeladora a una de miedo. Tenía la mirada de Terminator cazando a Sara Connors. Papá ni siquiera se dio cuenta. Mamá, parecía traer algo entre manos.


En unas semanas llegó diciembre. Nada sucedió. Aumentó el calor y estaba aburrido. Todo era más aburrido desde la muerte de Ismael. Un día sentí su ausencia más que nunca, vi su rostro sonriente, algo cabezón y de ojos grandes, y me sentí culpable por todas las veces que lo había mandado de paseo y no había jugado con él. Y por mi helado. Sobre todo por haber dejado mi helado sobre la mesa. Mi madre seguía en un estado de zombie con mirada de Terminator y mi padre no había modificado un ápice su rutina. Nilda por las mañanas, su familia por las tardes y el periódico por las noches. Una noche regresando a la casa lo encontré sentado en la cocina, bebía de una lata de cerveza. Decía que la comida era una porquería. Criticaba a mi madre, a mis abuelos. Criticaba todo. No lo soporté. “Mierda”, grité y fui corriendo hacia él. Mi madre quiso detenerme pero pasé muy rápido. Mi padre no lo esperaba. Atónito, lo vi levantar su lata. Pensé que me la lanzaría por la cabeza y me derribaría de un golpe como otras veces, pero no fue así. Intentaba alejarla mientras caía de la silla. La lata fue rodando debajo de la mesa, la cerveza se esparció por el piso. “Carajo”, dijo, pero no se defendió. Solo intentaba detener los golpes. Quizá en aquel instante recordó a Ismael, su cara redonda, su sonrisa. No sé. Si llegó a sentir algo de pena, tampoco le duró mucho.

Siguió visitando a esa tal Nilda. Al poco tiempo, mi madre sorprendió a todos y sin avisar a nadie, cambió la cerradura de la casa. Cuando mi padre regresó y advirtió que sus llaves no servían para nada, comenzó a gritar y a golpear la puerta. Miré a mamá. Estaba diferente. Ya no tenía cara de zombie, solo la mirada fría de un Terminator. Abrió la ventana y comenzó a lanzar la ropa del viejo a la calle. Decidida, molesta, hastiada, gigante. Era mi madre. “¿Qué te pasa loca?” “Lárgate, mierda, sino te echo agua caliente”. Papá siguió gritando un rato, fue mucho tiempo, una eternidad. Luego, imagino que se marchó, porque ella cerró la ventana, cogió un cuadro donde sonreíamos Ismael y yo juntos y se recostó en el sillón. Fue la única vez que la vi llorar.

 Ahora cuando nos cruzamos por la calle, mi padre me ignora. Yo todavía siento un escalofrío, pero sigo mí camino. “Hasta la vista, baby”. Qué más puedo hacer.