domingo, 27 de agosto de 2017

LA VOLUNTAD HUMANA EN LA ILÍADA Y LA BALADA DEL VIEJO MARINERO


¿Somos dueños de nuestro destino? Es evidente que para los griegos no. A diferencia de los ingleses, en Grecia, la voluntad humana se encontraba supeditada a los oráculos y en ocasiones a la voluntad de los dioses, porque incluso ellos, no encuentran motivaciones propias para sus actos. Apolo no puede salvar a Héctor en su lucha con Aquiles. Ni siquiera Zeus quien reina en el Olimpo consigue todos sus propósitos y recurre a la balanza cuando debe tomar una decisión significativa.

En la Iliada se plantea el rol del hombre en el cosmos y su interrelación con los dioses (Gutierrez, 2015). Aquí una primera paradoja, un cosmos donde el ser humano es desprovisto de su voluntad, a veces de modo consciente y en otras, inconsciente, como un Ello que impulsa al Yo, pero que desconoce sus contenidos. Es la palabra sin representación. Un proceso primario o un inconsciente lacaniano. Un verdadero caos puesto que un cosmos donde el hombre no es dueño de su destino carece de sentido. Y una segunda paradoja se orienta al destino trágico planteado por los dioses, que parecen deleitarse con el sufrimiento humano, por ejemplo, durante la muerte de Patroclo, cuando Apolo “Se le puso detrás y golpeando con la mano abierta sus espaldas y anchos hombros, turbole los ojos”, o cuando Atenea engaña a Héctor para que enfrente a Aquiles, y se hace pasar por Deífobo. Las palabras de Héctor reflejan el destino funesto preparado para él con claridad:

            “Ay! Sin duda a la muerte me llaman los dioses eternos.
Yo supuse que el héroe Deífobo estaba conmigo,
Pero está tras el muro y Atena ha forjado un engaño”.

            En ambos casos, los hombres quedan indefensos, sin poder hacer nada, ni siquiera tienen derecho al azar porque su destino está marcado por la muerte. Tampoco la búsqueda del honor, tan valorado por la cultura griega, los salva. Resulta curioso que en una sociedad donde el honor está ligado a la acción, no le sirva de modo en particular, es decir, su muerte es un ejemplo para los demás, pero no para él mismo. Esto podría afirmarse como una tercera paradoja, en un  poema épico como la Iliada orientado desde una perspectiva determinista, ya superada en la actualidad por un gran número de disciplinas por el término factores de riesgo, pero a pesar de ello, el poema conmueve y eleva el mito a su categoría máxima y le otorga un valor literario universal que permanece vigente.


            En cambio, “En la balada del viejo marinero”, también el hombre se ve enfrentado a un destino marcado por la naturaleza, pero a diferencia del poema homérico, es un destino que él mismo provoca al dar muerte al albatros, que representa a la naturaleza, hecho que desencadena una serie de sucesos dramáticos. Esta es la diferencia crucial entre ambos poemas, mientras que en la Iliada los hombres no son dueños de su destino, en el poema de Coleridge, si bien, el hombre no es capaz de controlar los sucesos trágicos, es responsable de ellos al originar su destino, es decir, la posibilidad de elección existe, y al tomar la decisión equivocada, la ley del talión se impone. Y es una ley que en Coleridge aparece representada por la muerte. Una muerte de carácter femenino que decide el destino de los hombres a través de un juego de dados ante la mirada impotente del marinero:

“y a los dados jugaban las mujeres.
¡Acabó el juego ya, y es mía la partida!
dijo una, y silbó por tres veces ”.

            La angustia y la soledad ligadas a la muerte lo desbordan, queda a merced de ellos, y solo la defensa como un fantasma figurado puede imaginar un alivio posible, como una ensoñación las serpientes marinas ayudaran a reconciliar al marino con la naturaleza. Sin embargo, en este aspecto se encuentra otra diferencia con la tragedia griega, mientras que en la Iliada el heroísmo unido al honor marca la pauta de los personajes que aceptan con valor su destino por trágico que sea, en Coleridge, el marinero se angustia, es un sufrimiento que lo lleva a la desesperanza, a desear huir:

            “Tal maldición yo vi siete días y siete
Noches, mas sin morirme”.


            Esta angustia surge porque en un inicio el marinero no acepta su destino, absorbido por una encrucijada como complejo, sus deseos por un lado, su moral en la contraparte, y él mismo en medio sin saber cómo reaccionar ante un destino que solo es  una consecuencia de sus actos. Se muestra una actitud carente de honor, ni heroísmo. Solo al final, la reflexión, el acceso al sí mismo, y por consiguiente su compromiso con la naturaleza, le permite admitir su culpa y plasmarla a través de la confesión.