(Cuento premiado por la Municipalidad de La Victoria en el 2014 y publicado en el libro: "Hasta siempre,Yoda")
La primera vez que escuché
el rumor del Inca asesino, no le presté la más mínima atención. Vi la noticia
en uno de esos diarios populares, que uno encuentra colgados en los puestos de
periódicos, pero que nunca compra. “La presencia de un asteroide anuncia el fin
del mundo”, “Encontraron los clavos de la cruz de Jesús”, “Platillos voladores
son vistos al sur de la capital” y tonterías de ese estilo figuraban en sus
titulares. Así, que cuando leí en grandes letras rojas: “Inca asesino asola el
distrito de La Victoria”, no encontré ninguna razón válida para prestar atención
a semejante estupidez.
Trabajaba desde
hace ocho años como fotógrafo en La
Noticia. Un diario de contenido mediano, lo cual se reflejaba en sus ventas
habituales. Sus lectores no figuraban entre los más cultos, pero tampoco pertenecían
al grupo de aquellos que solo leen los deportes y las tiras cómicas, o al
menos, eso quise creer. Montalván, el director me ofreció un sueldo al destajo.
“Si traes buenas fotos, ganas tú y ganamos nosotros, sino te jodes y nosotros
buscamos a otro fotógrafo”. Así estaban las cosas. Difíciles. Aquel año, tenía una
esposa a quien mantener y debía aguantar, no quedaba otra. Montalván era un
hombre extraño. De esos que parecen cuerdos, pero que en realidad no lo son. Le
faltaba un tornillo, y uno muy grande.
-Miren estas fotos –Montalván extendió varias fotografías
sobre su escritorio.
La oficina era pequeña, con una ventana hacia la calle,
por la cual, se divisaba el edificio del frente, a un lado un estante para
libros lleno de ejemplares pasados de La Noticia y ningún libro, un reloj
circular de pared y un cesto de basura lleno de papeles.
-Son espantosas
–dijo Ramírez, uno de los redactores.
Carlos, el otro
fotógrafo hizo una mueca de asco y retrocedió hacia la puerta. Como ninguno se
acercó, las cogí para observarlas de cerca. Ramírez tenía razón, producía un
ligero escalofrío mirarlas.
-Los mataron con un hacha o algo parecido –comenzó a
decir Montalván.
-Ya veo –la
expresión del director reflejaba con claridad que había intuido algo. Ahora
solo faltaba que se acomode los anteojos y lance su versión del caso.
Montalván se
acomodó los anteojos, recogió las fotos y dijo:
-¿Han oído algo
sobre el Inca asesino?
-No hablará en serio –dijo Ramírez.
-¿Por qué no? Vean las fotos.
-Pueden ser
trucadas –dije.
-Las muertes son reales –Montalván volvió de dejar las
fotos sobre el escritorio y señaló una por una-. Este era un ambulante, lo
decapitaron de un solo tajo y su carrito de emoliente terminó partido en dos.
Las siguientes
fotos mostraron a un hombre y a una mujer con cortes a lo largo de todo el
cuerpo. Según el director se trataba de un vago y de una puta.
-Y todos fueron
encontrados en el mismo lugar.
-No me diga que en la Plaza Manco Cápac –dije.
-Exacto y necesitamos una foto.
Todos nos miramos. Sin duda el director estaba loco.
-Se imaginan tener una foto de ese Inca o lo que carajo
sea. Al periódico le vendría muy bien.
Y a ti también desgraciado. Sabía que a Montalván poco le
importaba la seguridad de sus empleados. Cuando se le metía una idea en la
cabeza, nadie era capaz de hacerlo cambiar de opinión. En una ocasión, envió a uno
de los fotógrafos a conseguir una toma de un asalto terrorista en el mismo
Ayacucho. Días después, recibió la foto de su empleado muerto con la hoz y el
martillo pintados en su cuerpo. “Murió como un héroe”, comentó Montalván. En la
oficina todos lo miramos con odio, pero ninguno dijo nada.
Carlos rechazó
la propuesta y se marchó de inmediato. Ramírez se comprometió a escribir la
nota si alguien conseguía una foto. Terminé de observar las fotografías y
aunque me pareció escuchar una voz interior que me advertía que no lo hiciera,
acepté. Además, qué podía perder. No creía en fantasmas y había perdido todo lo
que consideraba importante en mi vida.
El año anterior
había sido un año de desgracias. Primero, la muerte de mi padre, el viejo se
electrocutó mientras realizaba unas conexiones en casa y luego, mi esposa quien
apareció muerta semanas después en las orillas del río Rímac. La policía
sospechaba de un asalto con secuestro. Nunca confirmaron nada y no hallaron a
los asesinos. Montalván pidió una foto. Me negué y cuando el director amenazó
con despedirme, en un arranque de valor lo mandé por un tubo. La reacción del
director resultó una total sorpresa. Se quedó mirándome con sus grandes ojos
amenazadores, como si pensara qué hago con este insolente. Estaba tenso y me
preparé para ser despedido y, a la vez, me dije que no toleraría ningún grito.
Entonces el director se levantó y como si leyera mi mente me dijo lo mismo que
yo pensaba de él. “Se te ha zafado un tornillo, hombre. Relájate un poco y
regresa mañana”.
Al salir de la
oficina, fui directo hacia la Plaza Manco Cápac. En la avenida Iquitos el
tráfico resultó un caos. Recorrí en veinte minutos lo que en otras circunstancias
debía tardar cinco. Mi auto, un Fiat azul del 98 carecía de aire acondicionado
y el Sol de verano provocaba un reflejo molesto en el parabrisas. Decidí ignorar
un semáforo en rojo y me estacioné a media cuadra de la plaza.
Caminé hasta el
monumento y cuando estuve frente a él, me di cuenta que nunca le había prestado
atención. “Así, que tú eres el asesino”. Decidí regresar en la noche y esperar.
La idea me pareció absurda, pero de momento no se me ocurrió algo mejor.
Las dos
primeras semanas, no sucedió nada. Al llegar, estacionaba el Fiat cerca de la
Plaza y pasaba la noche en vela aguardando. Arriba del monumento, el Inca no se
movió ni un centímetro. Al cabo de unos días, regresé donde Montalván para
decirle que la idea era un total disparate. El director luego de lanzar un
discurso acerca de la perseverancia, aceptó de mala gana que descansara unos
días.
A la noche
siguiente, ocurrió otro asesinato.
No lo podía
creer. Simplemente no podía. Esta vez, la víctima fue un borracho que amaneció
tirado en el pavimento muy cerca del Inca. Sin duda, el asesino estaba
divirtiéndose con la policía, no solo había sido capaz de crear el mito del
Inca asesino, sino que además se trataba de un maldito sanguinario. Estaba
seguro de ello. La fotografía era mi campo y en mi recorrido buscando la toma
exacta acorde con la noticia, había sido testigo de muchas cosas, dolorosas y
horrendas, trágicas y peligrosas, pero la idea de la existencia de un fantasma
no me cabía en la cabeza.
Regresé en mi
auto la noche siguiente y la subsiguiente. Continué con la misma rutina durante
dos meses hasta el día de mi cumpleaños. El primero sin Verónica, mi esposa. Ramírez y
Carlos me invitaron a beber unas cervezas y acepté. Al despedirse, sugirieron
que vaya a dormir. “De ninguna manera”, les dije. Prefería montar la vigilia
habitual cerca a la plaza. Necesitaba la foto. Lo sentía en las entrañas. “Aquí
está su fantasma”, le gritaría a Montalván. Lo necesitaba. Detuve el auto en la
avenida Iquitos y volví a esperar.
Esta vez, no
resistí la noche en vela. En algún momento me quedé dormido. Soñé que era
cuidador de ovejas en una granja y dentro del mismo sueño, pensé que jamás
sería un buen pastor. Había dejado desprotegida a Verónica y la asesinaron. No,
no era un buen pastor. Era un excelente cazador. Un cazador de noticias.
Entonces me sorprendió el estruendo de un golpe. Al abrir los ojos, vi un
cuerpo sobre el parabrisas. Grité. No pude evitarlo. Tenía la cabeza de lado
como si el cuello estuviera roto y le faltaba un brazo. Tardé unos instantes en
reaccionar. Salí del auto y a pesar del temor y en contra de la voz interior que
me avisaba del peligro, sin prever el riesgo corrí hacia la plaza y levanté la
mirada hacia el monumento. El Inca Manco Cápac seguía como siempre. De pie con
las piernas firmes y abiertas, un brazo levantado apuntando hacia el este y en
el otro brazo su cetro. Me sentí estúpido. ¿Qué esperaba ver? ¿El fantasma del
Inca corriendo? Miré a todos lados, necesitaba recuperar el aliento y pensar
con claridad. El cuerpo era real y debía existir un asesino. Un maldito de
carne y hueso y no un fantasma. Por supuesto que sí.
Entonces me di
cuenta que había perdido una gran oportunidad. Había dejado escapar al
verdadero homicida por correr detrás de un fantasma imaginario. Regresé sobre mis
pasos y encontré el Fiat con el parabrisas roto y el cuerpo bañado en sangre.
Al acercarme descubrí a un hombre joven. Tenía los ojos abiertos. Todavía alcanzaba
a distinguirse el terror en ellos, como si hubiera visto un fantasma. No sé
porque vino la imagen de Verónica a mi mente ¿Un fantasma? No, no podía ser. Ella
estaba muerta. La encontraron a orillas del rio. Yo la vi. En aquel momento, me
pareció ver una sombra enorme cubriendo gran parte de la calle. En mi
desesperación no había percibido que era la única persona alrededor de varias
cuadras, lo que sin duda resultaba extraño. El gesto en el rostro de aquel hombre
indicaba que había lanzado un grito antes de morir. Un grito que ahora se
ahogaba en mi garganta al distinguir la sombra adquiriendo forma. Creí ver un
cetro gigante y un arma similar a un hacha.
Esta vez, mi
voz interior permaneció en silencio. Ansié con todas mis fuerzas que llegara Verónica
con su ternura a calmarme o que la visión fuera efecto de la cerveza, pero la
sombra estaba cada vez más cerca.
Demasiado
cerca.