Se abren las
compuertas y el toro sale corriendo. Asustado, confundido. El toro no entiende
por qué la gente aplaude, por qué grita, por qué de pronto ahora hay luz y una
figura dorada difusa al frente. Solo mira sin ver por la vaselina. Con esfuerzo
tiene que levantar la cabeza. Rasgaron los músculos del cuello para que
permanezca más cerca de la arena que del cielo. El toro siente la puya, y otra
vez, el griterío. Insoportable, indigno. El toro huye confundido, tropieza con
las tablas, cae, se levanta y corre entre los anillos como un oráculo trazado.
El toro besa la arena y la gente vestida de humanos aplaude. A veces, un
caballo muere y la gente también aplaude. La figura dorada lo espera y el toro,
sin saber, acude a la macabra cita, cada vez más débil, deshidratado, golpeado.
El toro ahora está furioso pero humillado. Una estocada del averno y descubre
que la figura dorada no es dorada sino negra, como el alma de las personas que
vitorean al hombre por sobre el animal. El toro ya huele la arena. Está muy
cerca. Demasiado. El toro ha muerto y nadie ha visto su muerte.
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