domingo, 29 de enero de 2017

VACACIONES ÚTILES


Como todos los años, en los meses de verano surgen una gran variedad de instituciones que ofrecen programas de “Vacaciones útiles” para mantener ocupados a los niños y adolescentes, y que no pierdan su tiempo jugando (como si jugar fuera una pérdida de tiempo y no una de las actividades más serias de todo ser humano). Repito, existen una diversidad de programas: desde mini chef hasta robótica, pasando por todos los deportes y por supuesto, las artes. Se ha convertido casi en una obligación inscribir a los hijos en alguna de estas actividades. ¿Y si no inscribes a tus hijos? Eres un mal padre. Así no lo expresen, lo insinúan con la mirada. Aclaro que no estoy en contra de dichas actividades, lo relevante sería determinar su verdadera utilidad.
Recuerdo en mis años infantiles haber padecido de aquellas dichosas vacaciones útiles. Sí, como lo acaban de leer: PADECIDO. La razón era muy simple. Jamás fui inscrito en algo que verdaderamente deseara. No estoy culpando a mis padres ni a nadie. Los tiempos eran otros, y la educación, totalmente distinta. En aquellos años, los padres no le preguntaban a uno “¿qué quieres hacer en el verano?”, porque asumían que la respuesta sería: “Nada”, o en todo caso “jugar”, que para ellos, significaba lo mismo. No, a los niños no  se les preguntaba nada. Un día llegaban a la casa y me decían: “Desde el martes empiezas Karate”. Y para mí, la sola idea de tener que golpear a alguien o de recibir un golpe, no entraba en mi cabeza. Levanté mi voz de protesta pero se la llevó el viento. Y estuve premiado porque al año siguiente, mi padre me anotó en boxeo. Qué tortura. Más golpes. “Para que aprendes a defenderte”, fue su argumento, y lo que yo más ansiaba era aprender a jugar futbol porque estaba hasta las pelotas de ser el eterno arquero. Aunque no lo crean, también fui inscrito en danzas andinas, cuya utilidad fue nula porque nunca aprendí a bailar; luego, fue el básquet, para que crezca, creencias de aquellos años, y finalmente, natación, que fue lo único que disfruté.

¿Y, el fútbol? Jamás pisé una academia, y cuando años más tarde, en mi época adolescente, junto con mis amigos del barrio, descubrimos que un equipo de fútbol de tercera división del distrito estaba probando jugadores, corrimos ilusionados al estadio de Surquillo a probarnos. De los diez que acudimos, solo escogieron a dos. A mí, por supuesto que no. Yo solo alcancé a probarme la camiseta. Una camiseta de color rojo. Incluso llegamos a tomarnos una foto. Una foto que se perdió en el tiempo, A pesar de todo, retornamos contentos por nuestros amigos elegidos. Los verdaderos, los que formamos en la infancia y en la adolescencia.

En la actualidad, cuando arriban las vacaciones, la primera pregunta que le hago a mi hijo es: ¿Qué quieres hacer? Si desea jugar, excelente, juego con él. Sí además, quiere hacer alguna otra actividad, le ofrezco un abanico de alternativas. Este año, eligió tenis. Y ahí está. Con la raqueta pegando a la pelota y también, fallando, aunque ya va mejorando, pero no es lo importante. Lo que más importa es ver su rostro feliz.