sábado, 17 de marzo de 2018

UN SUEÑO AJEDRECISTA



Prefiero el lado oscuro. La luz es aburrida. No importa que las piezas blancas tengan una jugada demás sobre el tablero. Esa pequeña ventaja no suele ser aprovechada entre jugadores amateurs, donde los errores abundan como signos de interrogación, y las admiraciones apenas surgen como una excepción. Existió un tiempo en el cuál, pensé que sería un buen jugador sobre los escaques. El falaz motivo: preparaba una buena defensa y luego, lanzaba sobre todo mis caballos, alfiles y torres al ataque y derrotaba a todos mis amigos en el barrio. Confieso que utilizaba poco la Dama. Mis amigos la perdían, por salir desesperados al ataque, así que en mi caso, prefería cuidarla. También derroté a la mayoría en el colegio. Uno estatal parecido más a una correccional que a una institución educativa. Lo increíble era que en dicha institución, algunos alumnos jugáramos ajedrez. Incluso el GMI Julio Granda, el mayor ajedrecista que ha tenido el Perú, estudió en mi colegio. Era nuestro ídolo. Es cierto que el deporte rey siempre fue el futbol, pero como tenía dos pies izquierdos, cambié la pelota por el tablero de ajedrez. Cómo han cambiado los tiempos. Ahora el deporte de los escaques sobrevive reducido en espacios muy pequeños. Reitero especulé que llegaría a ser un buen jugador de ajedrez. ¿Para qué? No sé. Entonces, ni siquiera sabía si la pregunta era la correcta. De adolescente solo lo pensé. La ilusión duró hasta los años universitarios. Seguí triunfando sobre el tablero y también perdiendo. Y en las derrotas descubrí algo fatal para todo deportista. Mi escasa tolerancia a la frustración. Odiaba perder. Lo que no está mal. Lo negativo fue mi actitud.
En primer lugar, me concentré en aprender estrategias de defensa y descuidé el ataque. No quería perder y lo conseguí, pero el precio fue alto. Tampoco ganaba. Los empates llamados Tablas en ajedrez comenzaron a abundar en mis resultados. Si jugaba seis partidas ganaba una y hacía tablas en cinco juegos, y así no se gana ningún torneo, por amateur que sea.

En segundo lugar, no toleraba las partidas muy extensas, lo que parece una contradicción para la actitud defensiva que había adoptado, pero así era. Llegaba un momento donde ya no soportaba la tensión y lo único que quería era culminar la partida. La consecuencia era lógica, cometía un error y perdía. Recuerdo la vez, que perdí un torneo por medio punto. Necesitaba ganar la última partida e hice tablas. Tenía unos 20 años y regresé desilusionado a casa, donde todos me esperaban para preguntarme ¿qué tal me había ido en la última partida? Cuándo desolado comenté el resultado, mi tío Roberto dijo: “Te entrenaste en el ajedrez, pero no te preparaste emocionalmente”. Sus palabras fueron sabias y lapidarias al mismo tiempo. ¿Acaso no estudiaba psicología? Bien dice el refrán: “En casa de herrero, cuchillo de palo”. Entonces surgió otra interrogante: ¿Cómo se prepara a un deportista psicológicamente? Recordemos que estábamos a inicios de los 90, y la Psicología deportiva, al menos en el Perú, casi no existía.
De todos modos como soy terco o perseverante, me preparé lo mejor que pude y logré jugar algunos torneos más. Obtuve todo tipo de resultados: gané, perdí e hice tablas. Descubrí que no sería un Maestro del ajedrez, pero que era capaz de alcanzar un nivel aceptable. Mi mejor resultado: una derrota luchada en finales con un Maestro Nacional, cuando lo lógico consistía en ser barrido en el tablero en un dos por tres. Resistí, luché, incluso lo puse en problemas, aunque al final perdí. No importaba, había jugado muy bien. Era suficiente. Así que decidí que solo me divertiría jugando ajedrez. Ahora mi nivel ha disminuido, por la falta de práctica y dedicación. La literatura y la psicología vencieron al ajedrez, aunque de vez en cuando, todavía me sorprendo armando las piezas sobre el tablero, analizando partidas de los GM, de los campeones mundiales y evoco mis años juveniles, donde lo único que importaba era entablar una lucha despiadada y capturar al Rey adversario. Y por supuesto, al final, ser un caballero y conceder  la revancha.

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