Aquí un fragmento de un artículo de Vargas Llosa sobre la trilogía Millenium del escritor sueco Larson.
¡Qué sería de la pobre Suecia sin
Lisbeth Salander, esa hacker querida y entrañable! El país al que
nos habíamos acostumbrado a situar, entre todos los que pueblan el planeta,
como el que ha llegado a estar más cerca del ideal democrático de progreso,
justicia e igualdad de oportunidades, aparece en Los
hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un
bidón de gasolina y La
reina en el palacio de las corrientes de aire, como una sucursal del infierno, donde
los jueces prevarican, los psiquiatras torturan, los policías y espías
delinquen, los políticos mienten, los empresarios estafan, y tanto las
instituciones y el establishment en general parecen presa de una
pandemia de corrupción de proporciones priístas o fujimoristas. Menos mal que
está allí esa muchacha pequeñita y esquelética, horadada de colguijos, tatuada
con dragones, de pelos puercoespín, cuya arma letal no es una espada ni un revólver
sino un ordenador con el que puede convertirse en Dios -bueno, en Diosa-, ser
omnisciente, ubicua, violentar todas las intimidades para llegar a la verdad, y
enfrentarse, con esa desdeñosa indiferencia de su carita indócil con la que
oculta al mundo la infinita ternura, limpieza moral y voluntad justiciera que
la habita, a los asesinos, pervertidos, traficantes y canallas que pululan a su
alrededor.
La novela abunda en personajes
femeninos notables, porque en este mundo, en el que todavía se cometen tantos
abusos contra la mujer, hay ya muchas hembras que, como Lisbeth, han
conquistado la igualdad y aun la superioridad, invirtiendo en ello un coraje
desmedido y un instinto reformador que no suele ser tan extendido entre los
machos, más bien propensos a la complacencia y el delito. Entre ellas, es
difícil no tener sueños eróticos con Monica Figuerola, la policía atleta y
giganta para la que hacer el amor es también un deporte, tal vez más divertido
que los aerobics pero no tanto como el jogging. Y qué decir de la directora de la
revista Millennium, Erika Berger, siempre elegante,
diestra, justa y sensata en todo lo que hace, los reportajes que encarga, los
periodistas que promueve, los poderosos a los que se enfrenta, y los polvos que
se empuja con su esposo y su amante, equitativamente. O de Susanne Linder,
policía y pugilista, que dejó la profesión para combatir el crimen de manera
más contundente y heterodoxa desde una empresa privada, la que dirige otro de
los memorables actores de la historia, Dragan Armanskij, el dueño de Milton
Security.
La novela se mueve por muy
distintos ambientes, millonarios, rufianes, jueces, policías, industriales,
banqueros, abogados, pero el que está retratado mejor y, sin duda, con
conocimiento más directo por el propio autor -que fue reportero profesional- es
el del periodismo. La revista Millennium es mensual y de tiraje limitado. Su
redacción, estrecha y para el número de personas que trabajan en ella sobran
los dedos de una mano. Pero al lector le hace bien, le levanta el ánimo entrar
a ese espacio cálido y limpio, de gentes que escriben por convicción y por
principio, que no temen enfrentar enemigos poderosísimos y jugarse la vida si
es preciso, que preparan cada número con talento y con amor y el sentimiento de
estar suministrando a sus lectores no sólo una información fidedigna, también y
sobre todo la esperanza de que, por más que muchas cosas anden mal, hay alguna
que anda bien, pues existe un órgano de expresión que no se deja comprar ni
intimidar, y trata, en todo lo que publica e investiga, de deslindar la verdad
entre las sombras y veladuras que la ocultan.