De niño le tenía miedo al Hombre Araña, también a
Sombrita y a Fantasmagórico. Debo haber tenido unos seis años. Quizá menos.
Recuerdo que me negaba de modo tajante, cuando mi abuela al descubrirme
escondido detrás de la puerta pretendía apagar la televisión. Era un televisor
antiquísimo de cuatro patas con imagen en blanco y negro de marca Telefunken.
Muy antiguo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Me da vértigo de solo pensarlo. Aquella
marca, ya ni siquiera existe. Cada mañana, mi abuela encendía el televisor, sintonizaba
dibujos animados y me dejaba sentado en el sillón mientras se dirigía a la
cocina. A los pocos minutos, ya estaba escondido detrás de la puerta. “Pero si
no estás viendo”. Ella tenía razón. Apenas sacaba la cabeza y aquel monstruo de
24 pulgadas, un televisor enorme, inmenso para la época me devolvía una escena
espeluznante: la penumbra del bosque donde se internaba Sombrita, el joven
héroe. Al instante comenzaba a temblar y volvía a esconderme.
¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¿Quién recuerda en la
actualidad a Sombrita o a Fantasmagórico? Casi nadie. Mi hijo ve The
Backyardigans y Pocoyó. Cómo han cambiado los tiempos. Mi abuela todavía vive.
Tiene 96 años, camina apoyada en un andador, casi no puede pronunciar palabra y
es incapaz de reconocer a algún miembro de la familia. Confunde a todos. Sus
hijos, es decir, mi madre y mis tíos, son para ella sus hermanos, primos o
amigos. Yo, ni siquiera sé a quién represento. Siempre soy alguien diferente.
Sin embargo, la primera vez que llevamos a mi hijo a conocerla, sucedió algo
inesperado. Mi abuela no me reconoció pero pronunció, después de mucho tiempo,
una frase con toda claridad apenas vio a su bisnieto: “Un bebito, tapa su
cabeza”, dijo sonriendo y la emoción fue inmensa. Es mi abuelita Bárbara, mi mamita
Bárbara, como prefería que la llamaran. Ahora, José, mi hijo tiene dos años, y
cada vez que vamos de visita, se acerca a verla. Ella no puede hablar, se
limita a sonreír y José juega alrededor. Cada vez que observo la escena, me
reconforta pensar que en algún lugar de su memoria, todavía recuerda cuando
encendía aquel enorme televisor Telefunken para que su único nieto se
escondiera detrás de la puerta hasta la hora del almuerzo. Me agrada pensar que
su amor sigue intacto, que no se perdió al dañarse su memoria. Me consuela
pensar que mi mamita Bárbara todavía está ahí.