viernes, 25 de febrero de 2011

UN SOLITARIO AL PIE DEL ACANTILADO

"Al Pie del Acantilado", es un relato que forma parte del volumen "Tres Historias Sublevantes", presentado por Julio R. Ribeyro en el año 1964, el término sublevante derivado de la palabra sublevar, como sabemos significa alzar en sedición, que podemos desglosarlo a su vez, en dos maneras: como protesta o como levantamiento de pasiones, ambas posturas se incluyen en el relato. Aquí un resumen del mismo.

El relato presenta la historia de Leandro, un hombre viudo y marginado, caracterizado por una actitud de resignación y melancolía ante los sucesos de la vida, que llega buscando un hogar y se establece en un acantilado, junto con sus hijos Pepe y Toribio. El tono sombrío que acompaña el relato, parece en un inicio contrariado por la actitud optimista y progresista del personaje Pepe que lucha en la playa por conseguir la prosperidad familiar, sin embargo pronto el autor se encarga de retirarlo de la ficción, al provocar su muerte en el mar. La historia continúa narrando la vida grisácea de los personajes a los que se une Samuel, un prófugo de la justicia que demuestra a pesar de su aislamiento, sus dotes creativas. Con el trascurrir del tiempo, todos terminan alejándose del viejo Leandro voluntaria o involuntariamente, el cual, es desalojado por las autoridades municipales luego de siete años de residencia, junto con los habitantes de una barriada formada en lo alto del acantilado. El relato culmina cuando Leandro en compañía de su hijo Toribio que ha regresado, deciden colocar la primera piedra de su nuevo hogar, al borde de la playa, en otro acantilado.

Cuando se termina de leer "Al Pie del Acantilado", quedamos invadidos por múltiples sensaciones, derivadas de aquellos rasgos psíquicos de los personajes que el autor nos contagia y presenta no solo con maestría narrativa, sino como una forma de acceder a su propia personalidad. Bien sostenía el escritor norteamericano Carver: “Tú no eres tus personajes, pero tus personajes si son tú”.

Un primer elemento sencillo de discriminar es la identificación, definida por Freud (1926), como la sustitución de una relación humana perdida ó de una relación de la cual se experimenta una imperiosa necesidad, pero que es inalcanzable, dicho mecanismo se aprecia cuando el narrador-personaje se refiere a la planta de Higuerilla, con la cuál encuentra similitudes desde un nivel que lo degrada como ser humano.

"Esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados... Ella no pide favores a nadie, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir... La higuerilla sigue creciendo alimentándose de piedras y de basura".

Desde un principio se aprecia en los personajes, un rechazo y resentimiento propio de los marginales, con respecto a la sociedad, actitud que les impide establecer relaciones interpersonales adecuadas, inclusive muestran una preferencia por el contacto con los animales que cobijan bajo su techo, a vincularse con otros seres humanos. Es destacable el mecanismo de Aislamiento presente, que impide la relación angustiante entre el objeto y sus afectos, y que los libera de todo contacto. Esta dificultad en las relaciones interpersonales podríamos entenderla en la vida del autor desde dos perspectivas:

- Reacciones de conductas que corresponden a una evitación como mecanismo adaptativo contra la ansiedad.
- Escases de Emociones, lo que representaría una parcial pérdida de contacto con el mundo de los objetos, lo que sería un indicador de un estilo de vida Esquizoide.

La segunda alternativa, se ajusta con mayor eficacia que la primera a los comportamientos manifestados por los personajes, sino recordemos la narración que hace el viejo Leandro ante la muerte de su hijo Pepe.

"Para que llorar, si las lágrimas ni matan, ni alimentan... En verdad estaba agotado y no podía siquiera conmoverme".

Es factible desprender, la imposibilidad de un desahogo emocional adecuado del citado párrafo, observamos una incapacidad para transmitir y expresar afecto, semejante a una imposibilidad vincular, limitándose a una relación superficial, es decir que no logra establecer lazos consistentes con los objetos, manteniéndose seguro a un nivel, que Fenichel, denomina Pseudo-contactos, existiendo la posibilidad de un falso self, como lo plantea Winnicott, siendo la causa fundamental de este estado, la incapacidad materna para interpretar las necesidades del niño que lo sumerge en una vivencia de aislamiento y peligro resultante de la pérdida del entendimiento afectivo con la madre, en una época en que ésta es, para el bebé, su único medio ambiente, de manera que queda sin ninguna defensa posible. A medida que transcurre el relato se aprecia que los personajes evolucionan y logran establecer, aunque de modo precario por la dosis de inseguridad manifiesta, ciertas relaciones de compañerismo y surgen alianzas que a pesar de representar un aspecto evolutivo del Yo, todavía permanecen aislados entre sí, aspecto plasmado en la teoría de Klein al referirse a las relaciones de objeto de tipo parcial, es decir, que no veo a los demás tal y como son, sino solo una parte de ellos; de igual modo existen dificultades en la capacidad de comprensión del ambiente que lo rodea, por ello el viejo Leandro, se sorprende de la actitud colaboradora de los pescadores que ofrecen sus barcas para salir en busca del hijo ahogado.

Intentar comprender el porqué Ribeyro decide eliminar al personaje más productivo y por consiguiente más cercano a la pulsión de vida, viene a ser la confirmación de su tendencia tanática, fruto posiblemente de un déficit en su relacionalidad básica, que convierte la vida del individuo en una lucha a través de relaciones superficiales con personas y sucesos, de ficciones, destinadas todas ellas a crearse la falsa sensación de poseer un verdadero yo, situación a donde termina por confinar a sus personajes. En alguna ocasión Ribeyro manifiesta:

"Siempre me ha gustado, estar un poco al margen, como un francotirador, un poco en retirada".

De manera similar, se percibe al personaje Leandro.

Una mención especial merece la ausencia del personaje femenino en la mayoría de su obra, y cuando aparece no figura en un papel óptimo, con escasas excepciones.

"Las mujeres ¿para que sirven? Ellas nos hacen maldecir y nos meten el odio en los ojos". Manifiesta el personaje Samuel en el relato aquí analizado.

Klein afirma que desde el principio el yo es capaz de sentir ansiedad, utilizar mecanismos de defensa y establecer relaciones con los demás, en un inicio el Yo está muy desorganizado al crecimiento fisiológico y psicológico, tiene desde el comienzo tendencia a integrarse. A veces bajo el impacto del instinto de muerte y de una angustia intolerable, esta tendencia pierde toda efectividad y se produce una desintegración defensiva, cuando se va enfrentando con la angustia persecutoria que le produce el instinto de muerte, ante lo cual, el yo se defiende con una proyección, y luego una conversión del instinto de muerte en agresión. El Yo se divide y proyecta hacia afuera tanto su instinto de muerte convertido en perseguidor, como su instinto de vida a fin de crear un objeto que lo satisfaga, así surge el objeto ideal que el sujeto trata de adquirir e identificarse con este.

Es posible afirmar que debido a la dificultad en las relaciones interpersonales establecidas en los personajes existe un Yo débil y frágil, un yo dividido, en constante conflicto entre la persecución y la satisfacción, un yo dominado por el temor y la soledad, que busca un contacto con la naturaleza para sobrevivir, representada por el mar, que lo recepciona y al mismo tiempo lo ataca, una metáfora de una relación con los demás de tipo inmadura y parcial.

El relato representa un Yo en constante búsqueda de sí mismo, proyectado por el autor en sus personajes con los cuáles se identifica, sintiéndolos como parte suya, sino recordemos las palabras de Carver antes mencionado, convertidos en una necesidad para estar completo, para vivir. Y también incluye una protesta contra la sociedad que abruma y somete a las personas con escasos recursos, los personajes aparecen como incapaces de alcanzar sus deseos a pesar de su esfuerzo. En esta ocasión la unión no hace la fuerza, o ¿será que para Ribeyro la sociedad impide su concreción? Debemos recordar, que luego de una ardua lucha legal, los pobladores del acantilado se marchan derrotados. No solo han perdido sus casa, sino también su identidad.

La situación que sucede como conclusión del relato destaca la tendencia de una repetición, es decir un actuar para no recordar, como lo menciona Freud en “Recuerdo, elaboración y repetición”. Repetición donde se encuentran atrapados los personajes, pero al mismo tiempo, el autor nos ofrece una luz de esperanza, Leandro y su familia caminan por la orilla del mar dispuestos una vez más a intentar edificar su nueva vivienda, su nuevo Yo.

"Mis cuentos son el espejo de mi propia vida, reflejo de mi mundo, de mi infancia" (p.12).

lunes, 7 de febrero de 2011

ALREDEDOR DE LA TORRE


            El estruendo apagó por unos instantes todos los demás ruidos, el silbido del viento y el grito de sus compañeros. La torre de electricidad se desmoronó como un enorme gigante frente a sus narices. Una segunda explosión lo había arrojado a unos metros de la caseta de vigilancia a la cual regresaba. Sentía el cuerpo adolorido y la idea de encontrarse herido lo asustó. Se palpó la cabeza, el pecho, las piernas, en apariencia estaba ileso. El fuego que consumía la caseta abría una pequeña brecha en la oscuridad. “Pobre sargento”. Se quedó en el puesto con Torres y López, y ahora están muertos. Recordó que lo maldijo mentalmente cuando lo eligió junto con Carrasco para efectuar la ronda nocturna. “Carrasco”, lo había olvidado por completo. Su compañero caminaba unos metros adelante cuando ocurrió la explosión. Se levantó para buscarlo. Avanzó con dificultad algunos pasos y se arrepintió. “Que bruto, los terrucos pueden verme”, pensó. “Aunque seguro, ya salieron corriendo”. De todos modos se encogió sobre sus piernas intentando agudizar la vista. Descubrió su arma a su izquierda, la levantó con cuidado y le pareció que pesaba más de lo normal. La dejó caer dos veces antes de sujetarla bien. “Estoy jodido”, concluyó al sentir un dolor más intenso en el cuerpo. Se arrastró vigilante hacia la caseta. “Ojalá Carrasco estuviera vivo”, pero el temor de encontrar su cuerpo en pedazos lo obligó a detenerse. Sólo debía tranquilizarse, en unas horas llegarían los refuerzos. La noticia de este nuevo atentado, pronto sería un flash en Lima.

            El camarada Genaro y el muchacho salieron corriendo alejándose de la torre, no se percataron de las minas, Genaro tuvo suerte, pero el muchacho salió volando por los aires. La explosión ahogó su grito. Su camarada detonó los explosivos y la torre de electricidad comenzó a ladearse. El muchacho gritó más fuerte, lo aterró la idea de quedar aplastado por los escombros de la torre. Un cable cayó cerca y una segunda explosión, casi simultánea, atronó en la noche. Imaginó al camarada Genaro volando la caseta militar y sonrió a pesar del dolor en sus piernas. “Bien hecho camarada, jodiste a esos cachacos”. Era lo más importante, cumplir con la misión. Cerró los ojos para no llorar pero el dolor lo desgarraba y fracasó en su intento, sollozaba. No podía mover sus piernas y no quería verlas. Se reprochó su debilidad. No temía morir, estaba preparado, lo que no soportaba era el dolor. “No estoy llorando, carajo”, se dijo. Deseó con todas sus fuerzas que el camarada Genaro regresara, lo llevaría de regreso al campamento, y si lo hallaba en mala condición, se apiadaría de él, y lo mataría; y pensar cuanto se alegró cuando Manolo, el camarada jefe lo designó para la misión. “Vas con Genaro, y tú pondrás las cargas”. “Gracias, camarada”, respondió entusiasmado. Era su primera misión importante, y quien sabe, tal vez, la única, suspiró.

            -Oye ¿viste eso?
            -¿Qué cosa? -preguntó Carrasco.
            -Por allí -señaló hacia la torre el joven soldado.
            Carrasco avanzó con precaución unos pasos, agudizó la vista, luego se relajó.
            -No hay nada, hombre, son tus muñecos.
            -Me pareció ver a dos personas.
            -¿Terrucos? Ni locos -comentó Carrasco-. Con una base tan cerca y con tantas zonas desprotegidas, van a venir a joder aquí.
            -Seguro me pareció.
            -Ya te dije, son tus muñecos.
            Carrasco siempre tomaba las cosas con calma. El joven soldado admiraba su tranquilidad, la percibía como sinónimo de madurez, y eso que apenas los diferenciaba un año. Ni siquiera lo vio preocupado cuando una columna senderista atacó a la patrulla camino a Santa Eulalia. Asesinaron  a los que viajaban en el jeep y hubo tres bajas en el camión. Tapia, un serranito huanuqueño que cumplía con su servicio militar; Calderón, un negro limeño especialista en chistes obscenos, y Morales, también limeño que cayó  muerto a su lado dejándolo paralizado de la impresión. “Salta, cojudo”, fue la voz de Carrasco que lo hizo reaccionar. Se salvaron de milagro. Recuerda que no durmió una semana, y apenas lograba dormitar soñaba con los terrucos atacándolos.
            -Ya me dio frío -dijo Carrasco-. Mejor regresemos, antes que esos conchudos se acaben el café.
            El joven soldado asintió pero permaneció inmóvil observando las torres. No estaba del todo convencido de que las siluetas vistas fueran producto de su ansiedad. El rugir de un trueno y la voz de Carrasco gritándole que se apure, lo convencieron de regresar. Al volver la vista, observó que su compañero se había adelantado unos metros de distancia. Apenas distinguía su sombra. Decidió correr para alcanzarlo. Nunca lo logró. Un instante después, fue la primera explosión.

            Partieron de noche, luego de dar vivas por el presidente Gonzalo. Los camaradas le desearon suerte y su instructor, el camarada Macarino le entregó una escopeta. “Después te la cambiaré por un fusil”, lo animó. El muchacho prometió no fallar. Imitó al camarada Genaro en todos sus movimientos. Se agazapaba cuando él lo hacía, apresuraba el paso ante sus señales y sólo hablaba, cuando la boca reseca de su camarada emitía algún sonido. Tardaron unas horas para llegar hasta la torre elegida. Hallaron la zona despejada y colocaron las cargas con los explosivos. Al momento de emprender el regreso, distinguieron las siluetas de dos soldados acercándose. “¿Los matamos, camarada?”,se animó a decir el muchacho. “No, deben tener una base cerca, si les hacemos algo, saldrán a buscarlos y nos jodemos”, respondió Genaro. El muchacho lo miró. El camarada Genaro tenía razón, por algo era uno de los más respetados del grupo. Sólo sabía que era de Puno y que hablaba aymara, no recordaba quien se lo dijo. Al escuchar su voz, se sintió seguro. “Mejor busquemos la base, pa’ avisar a los demás”. El muchacho lo siguió.

            Torres puso a calentar agua en el hornillo, mientras el sargento repartía los últimos panes de maíz de una bolsa de trapo entre sus hombres.
            -Mañana deben llegar las provisiones.
            Carrasco jugaba a las cartas con López. Ambos levantaron la cabeza para mirar al sargento.
            -¿Y si no llegan, sargento? -preguntó Torres.
            -Nos jodemos pues, cojudo.
            También escaseaba el kerosén para el lamparín y las baterías de la linterna comenzaban a disminuir su energía. Lo único que tenían de sobra eran municiones.
            El joven soldado se protegía del frío acurrucado en una esquina junto al hornillo. La atmósfera que reinaba en el grupo era desalentadora. En momentos como estos, se extrañaban los chistes obscenos de Calderón. “Pobre negro”, pensó el joven soldado. Comenzaba a adormecerse cuando la voz ronca del sargento lo despertó.
            -Tú, acompaña a Carrasco.
            -Caramba sargento, me interrumpe el juego -protestó Carrasco dejando las cartas.
            -A mover el culo, hombre, y no te quejes.
            El frío se filtró por el vano al abrir la puerta.
            -No se acaben el café -dijo Carrasco.
            -Ya lárgate y cierra que nos congelamos -gritó López.
            Fue la última vez que el joven soldado los vio.

            Se alejaron de la torre evitando a los soldados y avanzaron rápido hacia la carretera bajo una oscuridad total. Las nubes anunciaban lluvia. Tal como lo presintió el camarada Genaro, encontraron una caseta del ejército cerca. Una luz amarillenta salía de la ventana y una bandera peruana flameaba en el techo. “No deben ser muchos”. El camarada Genaro lo obligó a esconderse. “Esperamos que regresen los que están de ronda, y los jodemos a todos”. El muchacho asintió entusiasmado. No sólo volaría una torre, sino que además acabaría con representantes del imperialismo. El camarada Manolo explicaba cada noche que eran los culpables de todas las injusticias sociales. El muchacho los odiaba, aunque no entendía bien por que.

            Transcurrieron unos minutos y se desató la lluvia. El joven soldado sintió los músculos cada vez más tiesos. “No te asustes, seguro es por el frío”, pensó. Decidió que era mejor moverse, acercarse al fuego de la caseta y soportar el horror de los cuerpos calcinados, de lo contrario se congelaría. Se sorprendió imaginando que tal vez, lo ascenderían a sargento, luego recapacitó, primero tenía que ser cabo. Son increíbles las tonterías que uno piensa en momentos como estos, se dijo. Lo más probable es que lo castigaran por dejar que los terrucos volaran la torre. “El ejército está jodido, hermano”, le dijo Carrasco, aquella vez que los destinaron a buscar un aeropuerto clandestino cerca de Tingo María. Entablaron combate con una columna terrorista, dos subversivos murieron en la lucha. Los demás huyeron hacia el monte. Cuando ubicaron los cuerpos de los caídos, el negro Calderón estaba eufórico. Comenzó a gritar como loco y cortó la cabeza de uno de ellos. El sargento informó a sus superiores, y poco faltó para que le abrieran un juicio al negro por abuso en combate. “Que abuso, si ya estaba muerto”, protestó el negro. Al final, sólo pasó en el calabozo unos días. “Matamos a esas basuras y encima nos enjuician, que injusticia hermano”, concluyó Carrasco. Las débiles lenguas de fuego no eran suficientes para abrigar su cuerpo. Tenía todo el uniforme empapado, una mueca de frío se dibujaba en su rostro. Se odió a sí mismo por no saber que hacer. También odió a la noche, a la lluvia, al frío, pero sobretodo a la soledad. Extrañó a Carrasco, con seguridad él sabría que hacer. Caminó  hacia la carretera bordeando la caseta destruida, un cuerpo apareció ante sus ojos, lo reconoció al instante. Su rostro con la mirada perdida y una herida profusa en abdomen le indicaron que murió sin sufrir. “Ojalá no me equivoque”, pensó y se sentó a llorar a su lado.

            Al correr los minutos, el muchacho comprendió que el camarada Genaro no regresaría. Si al menos pudiera alcanzar su arma, pero estaba inmovilizado, ya no sentía las piernas y la lluvia formaba barro a su alrededor, como aquella noche que acompañó a los camaradas Macarino y Olga a pintar lemas en las paredes de Quilcas. A su mente acudieron las imágenes de las calles de tierra, la plaza central, las paredes descascaradas de la alcaldía donde los sorprendió la lluvia en el preciso instante que la camarada Olga pintaba la hoz y el martillo. En pocos minutos sus ropas quedaron empapadas y las calles se cubrieron de barro. La pintura se acabó en las paredes de la iglesia. “Faltó la casa comunal”, dijo el camarada Macarino. Regresaron por el jirón principal, encontraron las casas a oscuras, no vieron  a nadie, sólo un perro ladraba cerca, por algún lado. Salieron del pueblo hacia campo abierto. La lluvia azotando la tierra no les permitió escuchar los pasos acercándose. Ellos tampoco se percataron. La sorpresa en los ojos del primer rondero fue similar a la que vivenciaron los camaradas. Una ráfaga de metralla acabó con los gritos de aviso de aquel infeliz. Macarino ordenó la retirada al momento que los demás ronderos se lanzaban disparando sobre ellos. La camarada Olga se volvió para responder el fuego. No distinguió si llegó a derribar a alguno antes de verla caer herida, sólo recordaba que él corrió desesperado y que advirtió los gritos atormentados de la camarada antes de morir. Luego su angustia al tropezar y caer rodando por una pendiente. Felizmente los ronderos no lo vieron, y él permaneció enterrado en medio del barro con el cuerpo adolorido imaginando que moriría, igual que ahora echado junto a la torre de electricidad. La misma lluvia torrencial, la oscuridad total y unas manos jalándolo de los hombros, el susto inicial y la alegría al ver el rostro del camarada Macarino ayudándolo a levantarse. Consiguió burlar a los ronderos y volvió por él. Unas manos que ahora también sintió, pero esta vez, no era el camarada Macarino, tampoco el camarada Genaro, sino un joven soldado que lo pateaba y lo insultaba, y que comenzó a arrastrarlo haciéndolo gritar de dolor. Vio al soldado eufórico, lo escuchó hablar como un loco de un tal Carrasco y supo que estaba perdido. Desde el suelo alcanzó a observar las llamas extinguiéndose por acción de la lluvia, pronto la oscuridad sería total, ansiaba morir con una imagen del paisaje, no lo logró. Una piedra acercándose y la ira en los ojos de aquel joven soldado, fue lo último que vio.

Cuento publicado en el libro “Qué saben los ajedrecistas de mujeres”. (2004).