lunes, 10 de enero de 2011

DEMASIADO TARDE



            Encontré a Elena sentada frente al televisor. Tenía el aparato encendido y una revista en sus manos. Estaba molesta y no sabía por qué. Rechazó mi saludo, dejó la revista en el sillón y se fue en silencio hacia la cocina. “¿Qué pasa, mujer?” Antes, la llamaba amor o bebita, luego pasé a llamarla por su nombre. Ahora, ya casi nunca le digo amor. “Es viernes”, dijo de mala gana. “Te olvidaste”. Así, hablaba Elena. Siempre a medias, esperando que adivine sus deseos. Ignoro cuántas veces le he dicho que no tengo una bola de cristal. Que no soy adivino. Qué hable, pero la mujer es terca y no hace caso. Como casi nunca consigo averiguar lo que quiere, terminamos peleando. Apagué el televisor y escuché correr el agua del lavadero, el ruido de ollas al destaparse y la seguí. La cocina era pequeña, a un lado los reposteros, al frente el lavadero con el refrigerador y nada más. Elena había sido mi alumna de Literatura Contemporánea en la universidad. Escribía poesía y un día saliendo de clase me entregó unos versos para que los revisara. Así, lo hice. Eran versos cursis, pero su entusiasmo me contagió y decidí ayudarla. Al principio, nos reuníamos en mi oficina, luego pasamos al cafetín de la facultad, una tarde la acompañé hasta su paradero y poco a poco la poesía fue desapareciendo de nuestros temas de conversación hasta descubrir que solo había sido un pretexto para acercarse a mí. Quedé desconcertado. Jamás había salido con una alumna, y mucho menos fomentado una relación. Tenía 22 años, once menos que yo. Imaginé su piel tersa, las habladurías de los colegas, sus pechos levantados, los comentarios de los demás alumnos, sus caderas poco exploradas y me decidí. Luego de unos meses, me dijo que no se imaginaba su vida sin mí, y nos casamos. Ahora me arrepiento. Estoy seguro que ella también.

            -Te olvidaste –volvió a repetir.

Tenía razón, unos días antes, mientras tomábamos desayuno habíamos acordado salir a comer y a bailar. Lo había olvidado.

            -Todavía tenemos tiempo –dije.
            Permaneció en silencio. Como si pensara qué decisión tomar.
            -No cociné –dijo, luego me enseñó la olla vacía y sonrío de mala gana

Dejé mi saco sobre la silla y fui al dormitorio de Piero. No estaba. Seguro lo había encargado con su madre. Vivía en edificio de al lado, desde que falleció su esposo. Lo asesinaron en un taxi. Regresaba de no sé dónde. El chofer lo quiso asaltar. Mi suegro se defendió y recibió un disparo en la cabeza. Mi suegra se volvió loca. Toda la familia se volvió loca. No era para menos. Les costó más de un año superarlo. Ana, la hermana mayor se machó al extranjero, aduciendo que Lima era una ciudad de salvajes; Sofía, la segunda, la siguió poco después. Bertha, mi suegra, se negó a abandonar su casa. Anhelaba mantener vivos los recuerdos, con el tiempo se resignó y se trasladó al edificio vecino con la excusa de estar cerca de su nieto. Le encantaba cuidar a Piero. “Me hace compañía”, nos decía. Al principio, no estuve de acuerdo con dicha mudanza. Uno se lleva bien con la suegra mientras vive lejos. “Será nuestra vecina”, dijo Elena pensando que compartiría su entusiasmo. Mi mutismo la desilusionó. Decidí discutir el asunto, pero de nada sirvió. A cada argumento, respondía: “Tú no quieres a mi madre”, y sollozaba como una niña caprichosa. Terminé cediendo y no me arrepiento. Solo el día que se instaló, tuve un mal presagio. Al terminar el almuerzo, la señora Bertha dejó una llave extra de su departamento para nosotros. “Nunca se sabe”, dijo recogiendo los platos. “¿Pagan seguro?”, preguntó. Ya comienza a entrometerse, pensé. En cambio, Elena lo tomó por otro lado. “Ay mamá, qué tétrica”, se quejó. Pronto comprendí que la previsión unida a la prudencia, eran virtudes de mi suegra. No se entrometía en nuestras vidas y yo se lo agradecía con una caja de bombones de vez en cuando.

            -Me cambio y vamos –Elena parecía haber recobrado su buen ánimo-. ¿Comemos pollo?

            Saliendo sentí más frio que de costumbre. Elena decidió avisar a su madre. Regresaríamos antes de la medianoche Ella vivía en un departamento de solo cuatro ambientes, incluido el baño. No se habituaba. Extrañaba a su esposo, a sus hijas mayores. Extrañaba su vida anterior. Piero no había sido suficiente. Yo la entendía, Elena no, así que discutían a cada momento. Encontramos las luces del departamento encendidas. No contestó el llamado del timbre. Elena levantó la mirada, pareció preocuparse.

            -De repente se quedó dormida –dije por decir algo.

            Elena no respondió. Permaneció dubitativa frente a la puerta. Vi molestia en su rostro. Avancé para volver a llamar, esta vez, tenía pensado golpear la puerta, cuando sentí la mano de Elena en mi hombro.

            -Mejor dejemos que duerma –dijo.

Al salir del edificio, nos alejamos en busca de un taxi.

            Cenamos sin apetito. Elena apenas probó su pollo, ni que decir de las papas fritas que tanto le gustaban. Seguía perturbada, y verla así, terminó por anular mi apetito. El mozo nos miró extrañado. Preguntó si pasaba algo con la comida. Le dijimos que no. Elena apartó su plato y se quedó un momento en la misma posición, inmóvil, con una servilleta en sus manos, aburrida. Le propuse regresar de inmediato. Se negó.

            -Tanto te he fastidiado para salir –dijo-. Vamos a bailar.

            No acepté. Ella pareció molestarse. Finalmente, la convencí y accedió a regresar a casa.

            -Soy una tonta –dijo Elena-. Seguro no es nada.
           
Se esforzó por sonreír. Parpadeaba y frotaba sus manos entre sí. El taxi se demoró detrás de un bus. Quise decirle al chofer que se apure, que adelantara al bus. No lo hice. A pocas cuadras de la casa la luz de un semáforo nos detuvo. Ambos nos miramos, sin duda, algo malo presentía.

Subimos corriendo al departamento, tocamos el timbre y nada. Llamamos dos veces más y nos respondió el silencio.

            -Voy por la llave –dije y bajé corriendo por las escaleras sin esperar el ascensor.

            Cuando regresé, Elena lloraba. “Apúrate”, me dijo. Encontramos la radio encendida. Un vaso con agua y un sobre de pastillas en la mesa. En el dormitorio vimos a la señora Bertha tendida en su cama. Vestía de negro. Jamás había dejado el luto. Elena la movió en vano. Estaba inconsciente. Piero dormía a su lado. Elena lo tomo en sus brazos. Quedé paralizado. No sabía qué hacer. Llamar a un doctor, a una ambulancia, a un taxi. Me sentía inútil.

            -Los bomberos tienen ambulancia –dijo Elena.

            Ignoro cómo se le ocurrió. Después recordé la muerte de su padre. Los bomberos lo recogieron de la calzada. Aquel día, no estuve con ella. La alcancé en el hospital cuando ya era demasiado tarde. Esperamos ansiosos. Faltaban pocos minutos para las once de la noche. Un auto pasó raudo con la música a todo volumen. Pronto escuchamos a lo lejos el ulular de la sirena. La señora Bertha respiraba cada vez con mayor dificultad. A su lado, Elena acariciaba su cabello.

            -Ya vienen mamá.

            Tenía razón, la sirena se escuchaba cada vez más cerca.

(Cuento publicado en el libro Río salvaje el año 2002)


miércoles, 5 de enero de 2011

¿Quién soy?

Fernando Espíritu es Magister en Psicología de la Salud en la Universidad Nacional Federico Villarreal, donde actualmente está ejerciendo cátedra. En el campo de su especialidad ha publicado: Guía de Psicodiagnóstico de Rorschach (2002), La pareja: entre el amor y el dolor (2007) y Psicología y literatura (2009).

En el ámbito literario ha publicado los libros de cuentos: Río salvaje (2002); Qué saben los ajedrecistas de mujeres (2004); y Te queda un poco de café (2011). Su inclinación literaria le ha permitido obtener reconocimientos en concursos organizados por la Biblioteca Nacional del Perú, la Universidad Ricardo Palma, la Cadena de librerías Crisol y la Municipalidad de La Victoria.

Ha participado en los talleres literarios dirigidos por los reconocidos narradores: Roberto Reyes, Cronwell Jara, Iván Thays y Bruno Nassi Peric. Además ha sido integrante del Círculo literario: Anillo de Moebius junto a Carmen Guizado, Zelideth Chávez, Catalina Bustamante, entre otros.